Ha llegado el verano... y el calor.
Cierra los ojos y suben a la superficie de su memoria, como burbujas frescas de profundidad, unas encontradas sensaciones de calor... sensaciones injustificadas puesto que en su casa no entra el sofoco.
Calor de fuera. Calor de las calles. Calor de una calle.
Calor de un pueblecito alcarreño que apenas consta en los mapas.
Calor. Un verano interminable. Una casa vieja de muros gruesos. Moscas... como las de Machado: pertinaces.
Y que, a pesar de la mosquitera, se han colado en la penumbra de la salita fresca.
Sólo un haz de luz cae sobre su libro.
No se echa la siesta como hacen todos. Lee.
"Novelas ejemplares", de tapa sobada. Lee.
Lee y a ratos se entretiene cazando las molestas moscas con una goma elástica.
Buena puntería. Le sonríen el negrito y el chinito del Domund desde la estantería.
Gallinas sueltas en la calle, pugnando por entrar en la casa a través de la cortina de tiras de plástico colgada delante de la puerta cerrada.
No se oye ruido alguno en esta hora aplastante.
Salvo el zumbido de una mosca rebelde y el intermitente cloquear despistado de una gallina tozuda, buscando el frescor de la casa.
Silencio aplastado incluso en la gran acacia cercana: los pájaros han bajado a la vega, al frescor del río.
El pequeño río donde dormitan los cangrejos en sus escondrijos que la pandilla conoce .
Calor. La higuera del corral, sus violetas gotas de miel... y sus avispas celosas y malvadas.
La leñera donde se esconden las gatas de pueblo, flacas y ariscas, ojos febriles de repetidas preñeces.
Calor. El polvo de las eras; mudas ahora.
Muda también la campana de la iglesia románica, teñida de abandono y sólo adornada por el vuelo de los estorninos... o ¿eran avioncillos?... no lo sabe... o no lo recuerda si lo ha sabido.
Y las flores silvestres del altar, casi siempre marchitas y que la Carmen cambia cuando se acuerda, cuando tiene un rato de respiro entre el huerto y la casa. Calor.
Pronto parará el "correo" de las cinco, cerca de la acacia... viajando con toda la calorina como dice su madre...
Y "Ca Pedro", donde se amontonan sin orden lo mismo latas de sardinas al lado de alpargatas que velas y aperos y esos tirabuzones rubios y pegajosos para cazar moscas; y que ya nadie utiliza. Moscas. Calor...
Ya no existe el colmado... ni su dueño.
Y las fiestas: el subir a la ermita de la Fuensanta, andando o a veces con la borriquilla de la tía Juana o a lomo de la mula del tío... ¿cómo se llama el vecino?... ¿cómo se llamaba? No lo recuerda...
Los "dormidos" de la tahona y las tortas de pellizco cubiertas de azúcar que traen del pueblo vecino.
El majuelo. El molino del aceite con sus capazos de esparto y su olor acre. El viejo nogal.
Las promesas de las moras de las zarzas del sendero... estarán verdes aún. Calor.
La fuente fresca donde había que bajar para llenar los cántaros en ese pueblo sin agua corriente hace... ¿cuarenta años? ...¿ya cuarenta años?...
El botijo blanco sudando; su chorrito de anís.
Los tomates de piel rosada y fina, en la fresquera. Deformes, hinchados, jugosos.
Le sube a la boca el deseo del sabor del tomate o del pepino que iban a robar en los huertos y comían a mordiscos, con un pellizco de la sal que siempre llevaban en el bolsillo de la camisa.
Los tomates del pueblo... ¡Ay! los tomates del pueblo...
Se levanta y abre la nevera, buscando con la mirada...
Y vuelve a cerrar la puerta, nostálgico.
-"Me apetecía un tomate del pueblo..."
.