- ¡¡¡No quiero, no quiero, no quiero y no quiero!!! Siempre me toca a mí.
El hombre salió de su taller al oír los gritos.
-¿Se puede saber lo que pasa aquí? ¿A qué viene este alboroto, niños?
Y todos apuntaron hacia el que había gritado.
- Es que no quiere que lo decoremos.
- Es que siempre me toca a mí. Y luego me plantan en un rincón del salón y me tengo que quedar inmóvil durante horas y horas. Y ellos se van a jugar fuera, incluso a veces con la nieve. Y no es justo.
El hombre sonrío y rascándose la cabeza les dijo:
- El abeto tiene razón, no es justo... ya buscaremos una solución...
Pero ahora, id a jugar más lejos. María está agotada del viaje y necesita descansar un rato.
A todos se les iluminó la cara... bueno... las ramas, la corteza y las hojas que les quedaban en este invierno tan suave. Y casi en voz baja preguntaron:
- ¿Falta mucho para que nazca tu hijo, José?
- Pues sí, todavía falta algo. Pero poco. Ya os avisaré.
¡Ah! Otra cosa: si Alberto no quiere vestirse así pues hay que respetarlo ¿no os parece? ¿Desde cuando se ha visto un abeto cubierto de pelotas de pingpong y linternas e hileras de papelitos de caramelo?
- Es que... lo vimos en Internet y...
- ¡Ya estamos con Internet! ¡Hala, id todos al bosque a jugar allí! Y no discutáis más. Ya buscaré una solución...
El hombre era herrero, de los pocos que quedaban, acostumbrado al calor agobiante de la fragua y el ruido del martillo chocando con el yunque para dar forma a lo que le pedían. Era su medio de vida.
Vida ruidosa y cansada. Pero él era feliz de todas formas, con su trabajo, en su casa y en su barrio.
En realidad, era amante del silencio sólo roto por los susurros de los árboles, los trinos de los pájaros y las risas de los niños.
Siempre pensaba que hubiera sido aún más feliz quizá siendo carpintero...
Le gustaba el tacto suave y el olor de los árboles que le hablaban y guiaban sus manos. Y por esta razón en sus ratos libres esculpía figuritas de madera, parecidas a la gente del barrio y también de animales domésticos e incluso animales fantásticos salidos de su imaginación.
Figuritas que luego María y él regalaban a sus amigos y conocidos para decorar sus casas en cualquier festejo.
Tenían tantos amigos y tantas y tan variadas figuritas que todos habían empezado a colocarlas a la entrada de sus casas como si fuera un pueblecito permanente en vez de tenerlas, como hacían en otros barrios, guardadas en cajas de donde no salían más que una vez al año (según había leído en Internet...él también a veces caía en la tentación, como los niños)
Pero no tenía para comprar un trozo de madera fina y resistente para esculpir el árbol prometido a los niños. Ni quería sacrificar a uno de verdad. Así que se le ocurrió una idea y les hizo un árbol diferente con lo que tenía a mano.
Y mientras trabaja en su pequeña fragua, canturreó canciones de su infancia que hablaban de animales de granja que calentaban una casa donde reía un niño, de pececillos que bebían alegres en ríos sin contaminar, de estrellas viajeras que traían maletas repletas de regalos y cosas parecidas.
Cuando al cabo de una hora de esfuerzo y canciones alegres terminó su tarea, le brotó una sonrisa al imaginar la sorpresa de los chiquillos del barrio, sus preguntas y cómo, con su imaginación, lo iban a terminar de decorar.
Ya podían llegar los niños, duendes del bosque y de las casas.
Ya tenían su árbol de Navidad, donde colgar deseos.
Fue en este preciso momento cuando oyó la llamada de su mujer:
- ¡José!... Por favor, saca el coche del garaje. Creo que ya es la hora.
- Pero... María... ¿no dijo el médico que todavía faltaban unos diez días?...
- Hazme caso, por favor. El niño no puede esperar.
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Pompita de Navidad soplada con sonrisas y buenos deseos hacia todos.
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